Los que trabajamos con flores de Bach sabemos cuan
beneficiosas son para los niños.
Primero porque, ya que muchas malas vivencias (a veces
traumáticas) tienen sus raíces en la infancia, las esencias pueden prevenir un
mal peor ayudando al niño a expresar y asimilar lo vivido.
Segundo porque los infantes tienen una sensibilidad especial
y reaccionan de manera natural a la terapia, sin los prejuicios de los adultos.
Cuando se trabaja con los más pequeños, podemos ver que sus
vivencias no son siempre adecuadamente interpretadas por los padres. A los
adultos, de manera general, nos cuesta meternos en la piel de un niño. Lo que
para nosotros es una tragedia, para ellos es
a veces un proceso natural; y lo que identificamos como “no es para
tanto”, les puede resultar traumático.
Sería provechoso para los adultos poder identificar el
malestar de sus vástagos, abrirse más a su mundo (por mucho que lo intentemos
con buena fe, no es tarea fácil).
Cuando damos flores a un niño testándole, puede resultar muy
difícil para el padre o la madre, que se encuentra en frente del sufrimiento de
su hijo. Les produce culpa, miedo e impotencia.
Culpa porque siempre pensamos que todo lo que pasa a estos
seres tan queridos es culpa nuestra, por lo tanto, cualquier experiencia
negativa es como la prueba de nuestra incompetencia.
Impotencia porque asombra ver que nuestros pequeños tienen
un mundo propio diferente del nuestro y que no lo podemos controlar y que, a
veces, necesitamos recurrir a un especialista para arreglar el problema.
Miedo porque nos han convencido que cualquier obstáculo o
prueba difícil es forzosamente un trauma irreparable.
Puede incluso que algunos padres nieguen el dolor de su hijo
cuando otros se preocupan exageradamente. Eso y muchas más cosas…
A los papás y mamás, les quisiera decir una cosa que me
repito también como madre: no os culpéis.
Porque, primero, si habéis llegado a la consulta, es porque
queréis mejorar y aliviar al vuestro hijo/a. Vuestro grado de interés por la
salud/curación/alivio es un barómetro de vuestro amor y dedicación.
No os culpéis pero sí responsabilizaros de identificar los
síntomas de malestar, aunque sea complicado, e intentad aprender de vuestros
errores.
No debería caber la culpa sino la responsabilidad. La
primera nos detiene y hiela; la segunda nos ayuda a avanzar y nos libera.
Una de las mejores lecciones que uno puede enseñar a sus
descendientes es que aprendemos cada día a ser mejores dentro de nuestra
imperfección y que ellos pueden superar los obstáculos, ya que nosotros también.